Viajé a mi país natal, Venezuela, por una emergencia. Cuando sostuve el boleto en mis manos, me emocioné, pero también sentí miedo. Las últimas noticias mostraban un panorama de guerra, de una espera por la definitiva libertad de un país que sangra. Mi miedo era lógico, pero tenía que viajar. Me monté en el avión el 13 de febrero del 2019, con una sensación extraña en el pecho y las ganas de bajarme porque siempre le he tenido terror a los aviones. Llevaba a Julio Ramón Ribeyro conmigo, así que el viaje no estuvo tan mal. Llegué al aeropuerto de Maiquetía como a las dos de la tarde. Solo íbamos 15 personas. La última vez que viajé a Venezuela fue en el 2015. Ya podrán imaginar el cambio que me perturbó. Las emociones que me sucumbieron cuando caminé por ese largo pasillo hacia la salida. ¿Y que fue lo primero que contemplé?

El vacío.

Sí, vacío y silencio. Mientras caminaba, solo veía a los funcionarios del aeropuerto. Un militar sentado en un escritorio cerca de migración y otro hablando entre risas con una señora alta y morena. Empecé a caminar con más rapidez porque uno escucha cada experiencia de terror que han vivido algunos pasajeros, que es mejor no mirar a nadie y seguir hacia la salida. Caminé y caminé. Me pareció un lugar infinito y abandonado. No es ni la sombra de lo que era antes, cuando viajaba en navidad a ver a mi familia y se hacían largas colas. Todo eso es apenas un recuerdo rasgado en algún lugar de mi memoria.

Antes de salir para encontrarme con mi cuñado, pasé mis maletas por ese detector de seguridad  que uno pasa antes de salir. No sé cómo se llama. La mujer que veía en la pantalla todo lo que llevaba (productos de higiene que ya no existen en mi país, ropa que mi familia ya no se puede comprar, zapatos que hace años no estrenan, medicamentos, ropa interior, mis pertenencias), me preguntó si viajaba sola. Volví a sentir miedo, entonces me incliné para recoger mis maletas. Ya saben, he escuchado muchas cosas y estaba viajando sola. Era un blanco muy fácil. Dije “ajá” y salí casi corriendo. Detrás no venía nadie más. La soledad se cernió detrás de mí.

Ver la ciudad de Caracas tan apagada fue un choque.  Nací en Barquisimeto, pero pasé unas dos veces por Caracas y no me gustó mucho. No me gustaba porque era muy ruidosa y las personas siempre estaban apresuradas, se chocaban entre ellas, el tráfico era una locura. Provengo de una ciudad muy tranquila y silenciosa, no se hacían largas colas y las personas iban a un paso a la vez. Esa tranquilidad me reconfortaba, por lo que es normal que una ciudad ruidosa sea un choque para mí. Pero la Caracas de ahora ya no es ruidosa. Las calles se veían desoladas (a pesar de que apenas eran las dos de la tarde) y el desgaste en los caraqueños se reflejaba en sus rostros surcados por el cansancio emocional. Pude ver a varios niños y adultos buscando entre la basura, a personas vestidas con ropa desgastada, vieja y sucia. Las casas no habían sido pintadas en años. Los venezolanos, estando en esta situación de crisis, prefieren comer que comprar un pote de pintura.

La ciudad había envejecido y las personas con ella.

Hay una especie de recelo en la gente. No hablan demasiado contigo al menos que te conozcan y apenas hacen contacto visual. Están a la defensiva todo el tiempo. No han perdido el buenos días, buenas tardes y buenas noches. Pero sí esa simpatía eufórica que los distinguían. No confían en nadie. Cualquiera puede ser el enemigo, pensarán. Cualquiera puede dejarlos sin el pan del día.

No me quedé en Caracas. Estuve unos días en Montaña Alta, Estado Miranda. Después de mi reposo, viajé el 21 de febrero a mi ciudad natal, Barquisimeto. Cuando iba en el avión, antes de aterrizar, miré por la ventana. Vi las casas y vi el cielo. Estaba regresando a casa.

Lo mismo que vi en Caracas, se reflejó en Barquisimeto. Reconocí algunas casas y negocios desde mi última visita en el 2015, pero todo estaba desgastado. El ritmo era distinto. Solo se habla de la crisis y de la dictadura. Que no hay efectivo, que se fue la luz, el agua, el internet. Todo es demasiado costoso. El sueldo mínimo no alcanza para hacer un mercado. (6 dólares al mes). Comprendí en ese momento que si no ayudo a mi familia, morirían de hambre. Y no estoy siendo categórica. Es la realidad que vi con mis propios ojos. En uno de esos días acompañé a mi tía al mercado. Recuerdo haberle dicho que comprara la crema dental, la Colgate que todos utilizamos, pero me dijo que esa Colgate no es en realidad una Colgate. Que una vez compró una y vio que era como crema de ajo. Huele y sabe a ajo. “Es horrible, por eso estamos utilizando otra marca extraña, pero al menos no sabe a ajo. Esa Colgate te deja la boca como si hubieras comido uno entero”. Miré la Colgate con extrañeza. Se veía normal, empaquetada como en otros lugares. (Cuando regresé a Panamá, al día siguiente, miré la Colgate con desconfianza). 

El lugar estaba dividido entre los productos costosos que pocos pueden comprar y los productos con precios regulados, que también pocos pueden adquirir. En esa segunda zona, no cualquiera puede entrar. Debes agarrar un número y ese número se asocia a un día de la semana. A mi tía le tocaba comprar los miércoles, pero me decía que cuando venía, ya no quedaban casi productos. No había mucha gente entrando. Un hombre en la entrada les pedía el número, confirmaba que era su día y los dejaba pasar. Una de mis tías me dijo que quería entrar, pero su hermana le recordó que no podía. A ella poco le importó esa advertencia. Se alejó de nosotras, hizo un intento de acercarse al hombre para suplicarle que la dejara entrar, pero se contuvo. Aprovechó el descuido del sujeto y siguió de largo. Sí, estaba dentro. Tardó media hora y luego salió con varios productos. “Compré todo esto con solo 25mil. Tú compraste lo mismo por 45mil”. Le dijo a su hermana. Guardamos todo lo que compramos y nos fuimos.

“Esto es horrible, Yoselin. Nada te alcanza. Hice un vestido de novia para una muchacha que iba a casarse, le cobré y estaba feliz porque era bastante dinero. Luego vino la reconversión monetaria y ese dinero se convirtió en mil quinientos bolívares. Mil quinientos bolívares que solo me alcanzó para comprarme un queso”.

“La gente ya no compra ropa o zapatos, prefieren comprar comida. Es lo primordial”.

“La pensión de mamá solo alcanza para dos harinas. O bueno, alcanzaba”.

En los centros comerciales, la mayoría de las tiendas están cerradas. Las que siguen abiertas no sé cómo sobreviven. No vi personas entrar y salir de ellas. El cine estaba vacío porque no todas las personas pueden costearlo. “Tengo años que no como en Mc Donalds. Las hamburguesas son muy pequeñas y carísimas. No gasto mi dinero en eso”. Me dijo una prima. Nadie hacía fila para comprar.

Estar en casa y dormir en mi vieja habitación se sintió muy bien. El primer día descansé, el segundo también, pero en el tercero empecé a sentir una curiosa inquietud. Me sentí un poco mal. Mal porque quería regresar a Panamá, porque estoy acostumbrada a salir y encontrar todo lo que necesito. Me sentía mal por esa falta de comodidades de las cuales mi familia vivía todos los días. Pero luego recuerdo que no es culpa de nadie, ni siquiera la mía por sentirme de esa manera. La culpa es de la dictadura. De ese gobierno que prefiere mantenerse en el poder sin importar la destrucción que hay a su alrededor. No les interesa en lo más mínimo.

“No vayas al centro de Barquisimeto. Te vas a deprimir al ver a todos los mendigos. Hay demasiadas personas comiendo de la basura. Te persiguen pidiéndote comida. Es desgarrador”.

“No puedo comprarme un champú. Es muy costoso”.

Si miras la televisión, es como si nada estuviera pasando. Las calles son una realidad que no es reflejada en los medios de comunicación. Llegó la ayuda humanitaria y solo pude enterarme de todo lo que sucedía a través de twitter. Claro, luchando con el internet porque el gobierno lo bloqueó por dos días. Encontramos un canal extranjero que pasaba el concierto en la frontera, pero a los pocos minutos, el gobierno tumbó la señal. Todo quedó en negro. Es como vivir en un país ficticio que tiene dos realidades distintas. La del gobierno es una realidad fantasiosa, en la que proclaman que todo está bien. Todo está bien porque la prensa que ellos controlan lo dicen. Todo está bien porque los medios tienen prohibido pasar lo que sucede, de lo contrario, serán cerrados inmediatamente. Luego se encuentra esta otra realidad conformada por el pueblo. Una realidad que sientes y que ves. La fantasía del gobierno no puedes verla ni sentirla. Es un cuento mal contado.

En este momento, quizás se pregunten si sentí un aire de esperanza a mi alrededor. ¿Lo sentí? No realmente. Al menos no la fe que leo todos los días en las redes sociales. Verán, el venezolano está cansado de que las cosas no cambien. Recordemos lo que le pasó a Capriles y a Leopoldo López. Es cierto que el venezolano ha perdido mucho la esperanza, pero hay un gran apoyo a todo lo que está sucediendo. No puedo mentir y decir que sentí algo distinto a lo que realmente estuve sintiendo. Sin embargo, las personas creen en el presidente interino Juan Guaidó. Claro que lo hacen. Ha hecho cosas que antes nadie había sido capaz de hacer. Se aferran a él como una última esperanza. Va por el camino correcto, solo que temen por él. Temen que todo ese esfuerzo que se ha venido dando en estas semanas sea en vano porque en cualquier momento pueden matarlo o meterlo preso. Las personas a mi alrededor quieren confiar, pero desconfían demasiado en el cáncer del chavismo. No creen en una solución pacífica. Estamos hablando de un dictador, de un narco gobierno. La mayoría de los venezolanos esperan impacientes una intervención militar extranjera. Y ya sé que muchos sacarán sus discursos de izquierda sobre cómo están los países que fueron invadidos, que nos robarán nuestras riquezas, que blablá. Pero esas personas no han sufrido lo que sufre el venezolano cada día. No lo saben. No se lo imaginan. Ya no nos interesa lo que otros piensen. Queremos que se acabe. Queremos detener el sufrimiento. Queremos que nos dejen de matar.

Venezuela es uno de los países con las reservas más grandes de petróleo en el mundo. Dicha riqueza ha sido una dicha y una perdición. Perdición porque según los “expertos de izquierda”, todos los países que ayuden a Venezuela, es porque desean expropiarse de nuestro petróleo. (Pero Rusia y China no, ellos solo quieren la receta de la arepa, como bromean los tuiteros). Somos un país sin problema para ellos. Somos una damisela en apuros porque Estados Unidos quiere nuestras riquezas. No importa cuántas noticias vean del hambre y la crisis que se vive, el problema sigue siendo de ese imperio que tanto odian. Lo que sucede en Venezuela no es un problema de ideologías políticas. Los únicos bandos son la vida y la muerte. El venezolano no está viviendo. Apenas está sobreviviendo.

A pesar de ese desanimo, mi familia hizo todo lo posible por hacerme sentir amada. Me hicieron deliciosos platillos y nos contamos viejas anécdotas. Recuerdos que nos mantienen vivos. Nos reímos mucho también. Fui feliz entre ellos, entre todos los niños que me abrazaban y me decían lo mucho que me habían extrañado. Esa fortaleza, ese amor, es de valientes. Ellos lo son.

 Mi Barquisimeto ya no es lo que era, pero el sentimiento de sentirme en casa prevaleció en todo momento. Es una casa destruida, sola y abandonada, pero en sus rincones, hay mucho amor y fe. Le dije adiós, pero me la llevé en el alma.

Camino de nuevo por ese aeropuerto que antes estaba repleto de gente y que ahora está vacío. Camino apresurada. No hablo con nadie porque me dijeron que no lo hiciera. Tampoco miro a los militares porque me dijeron que tampoco lo hiciera. Camino recto con esas terribles ganas de echarme a llorar y me siento a esperar el abordaje. No podía llorar delante de toda esa gente. Entonces empiezo a leer Contigo en la distancia de Eduardo Liendo… y mientras leía, tuve esa misma sensación que tuvo Elmer al ver la vida a través de la ventana del autobús; todo podía ir mal, pero a la vuelta de la esquina, las cosas podrían ir mejor.

Panamá, 01 de marzo del 2019.

Written by : yoselingoncalves

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Donec fringilla nunc eu turpis dignissim, at euismod sapien tincidunt.