El señor Morales
Querida Helen,
Perdona por no poder comunicarme contigo antes. Intenté llamarte, pero tu teléfono estaba desconectado. No sé cómo empezar. Me encuentro en el sótano de mi casa y estoy casi en penumbras. Tengo tanto miedo que me tiemblan las manos y me cuesta reunir las palabras. He escrito esta carta más de cinco veces y termina en manchones por culpa de mis nervios. Lo volveré a intentar.
Verás, hace unos meses entré en contacto por primera vez con el vecino de la casa de al lado, el señor Morales, un viejo obsesionado por la ciencia y las cosas extrañas. Fue profesor de biología por muchos años, luego se dedicó a sus estudios personales. Su mujer, Cristina, tenía un enorme jardín de flores y orquídeas que cuidaba mucho. Era casi imposible ver las flores de cerca. Cada vez que pasaba por su casa, ella se asomaba para ver si alguien arrancaba una de sus rosas. Te daba una mirada feroz. Tenían una niña pequeña llamada Estela. Nunca hablé con ellos porque eran muy reservados.
Hasta que un día todo cambió.
Me vas a perdonar querida Helen, pero la carta se ha manchado un poco de gotas de sudor y de tinta. Intenté escribirla de la mejor manera posible, pero donde me encuentro hace demasiado calor. Es un sitio pequeño, húmedo y sin muchas entradas de luz. Sin embargo, es el mejor lugar que encontré para contarte lo que sucedió. Un día, el señor Morales le dice a su esposa que hará un viaje a la selva para hacer una investigación, algo sobre una tesis que estaba escribiendo, todo esto me lo contó la señora Morales. Ella no sabía exactamente de qué se trataba el trabajo investigativo, pero aceptó las ausencias de su esposo y le ayudó a empacar todo. Era un viaje de unas semanas. Un lunes partió el señor Morales, con una sonrisa eufórica en el rostro y un libro de Quiroga debajo del brazo.
Regresó después de tres semanas, con la ropa un poco raída pero contento. Yo vi su regreso a través de la ventana, después de conversar contigo por teléfono. Me senté a tomarme un café cuando lo vi cruzar la esquina con un andar suave, como si arrastrara algo. Tenía la misma ropa y la maleta con las cuales se fue. La piel se le veía más oscura, tal vez por los tantos días al sol. Su esposa lo recibió con un abrazo leve. Al parecer estaba muy impresionada por sus cambios, porque la vi alejarse un poco para mirarle la cara con atención. Estela se acercó enseguida, pero se detuvo a unos metros y también se le quedó mirando. El señor Morales sonrió y le dio un beso en la mejilla a su esposa antes de caminar en dirección hacia Estela. La niña dio un paso atrás y corrió llorando al interior de la casa. En ese instante pensé que estaba enojada con su padre por haberse ido. Debí notar algo raro, Helen. Pero no te mentiré. No lo hice.
Una semana después del regreso del señor Morales, estaba yo en la tienda comprando algunas cosas cuando lo vi agarrar unas verduras y preguntarle al vendedor su precio con un lenguaje demasiado formal, como si no lo conociera. Fue extraño porque el señor Morales siempre iba a comprar allí y conocía muy bien al vendedor. El hombre le entregó las verduras y empezó a molestarlo con el viaje. Morales se empezó a reír y a bromear también, así que tampoco noté mayor cosa fuera de lugar.
Hasta el día que la señora Morales me tocó la puerta. Terminaba los papeles que me enviaste para el divorcio cuando escuché el timbre. Me sorprendí porque no esperaba ninguna visita. Al abrir la puerta, me encontré con una señora Morales muy preocupada. Tenía ojeras y el rostro se le veía más pálido de lo normal. De inmediato empezó a contarme sobre las extrañezas de su esposo y me preguntó si yo había notado algo raro. Le dije que no, no le conté sobre su olvido con el de las verduras. No me pareció importante. Suspiró y me contó que estaba raro desde que regresó de aquel viaje, que al día siguiente le preguntó cuándo había plantado todas esas flores en el jardín. Por varias horas insistió que el jardín nunca tuvo flores. Al tercer día, le preguntó por qué pintó las ventanas de azules. Siempre fueron azules, le había dicho con insistencia. ¿Y qué dijo el señor Morales? ¡Que antes eran rojas! Te juro Helen, por mi buena memoria, que sus ventanas eran azules. Le dije que quizás estaba estresado por el viaje y que tal vez debía consultar a un médico. Asintió y se fue a pasos apresurados.
Esa noche no pude dormir.
Pasaron varias semanas antes de tener noticias de ellos. Los veía muy poco porque comencé el trabajo de mecánico que te dije, a veces llegaba muy tarde y apenas tenía tiempo para comer. Pero un día llegué temprano, me serví la cena y me senté cerca de la ventana. Vi a Estela regresar de la escuela con la mirada en el piso, arrastraba el bolso y tenía el cabello desordenado. La señora Morales la recibió con un abrazo y un beso en la mejilla. En la puerta vi al señor Morales, con las manos en los bolsillos y con la ropa alisada y limpia. Tenía la vista fija en su hija. Ella corrió, le pasó por un lado y se internó en la casa. El señor Morales entró también, pero la señora Morales se giró hacia mí. Bajé la mirada, me sentí avergonzado de que me viera viéndolos. La vi cruzar su jardín y acercarse a mi puerta. Me levanté aun masticando la comida. Abrí la puerta y esperé. Ella entró (era la primera vez que lo hacía) y se sentó en mi mesa para empezar a contarme que no podía más. Los médicos le dijeron que por el viaje que tuvo, quizás sufrió algo de amnesia y que a ello se deben sus olvidos. Pero eso no era todo, reveló. Se sentía distinto, incluso su cuerpo y sus manos. Estela no podía estar en su presencia y en varias ocasiones le gritó que no era su padre. Me quedé paralizado, con la boca abierta. La situación era más compleja de lo que pensé y no supe qué decirle, pero me ofrecí a ayudar en lo que pudiera. Ella me miró con sus pequeños ojos ojerosos y me pidió que fuera a su casa. Me insistió que tenía que verlo por mí mismo. No supe cómo negarme, le dije que sí.
Me aventuré, entonces, a ir a su casa. Por fuera era pequeña, modesta, pero por dentro era bastante amplia y bonita. Las ventanas iluminaban muy bien todos los rincones. Tenían un piano, una biblioteca, un recibidor con tapiz azul y una cocina grande. El señor Morales se encontraba sentado en el sofá con un libro en las manos. Al verme llegar, me miró a los ojos. Recuerdo que experimenté un leve escalofrío. Nos presentaron con brevedad y después de unos minutos se mostró bastante amable. Me preguntó sobre mi trabajo, sobre ti y sobre cosas de la vida. Le gustaba reír. En ese instante, no vi nada extraño en él, pero noté que tanto su esposa como su hija mantenían cierta distancia. Hablamos por varias horas y me enseñó su biblioteca. Le pregunté cómo le fue en el viaje y me contó de lo hermosa que era la selva, de los animales y que sus únicos acompañantes fueron los cuentos de Quiroga. No sé qué esperaba la señora Morales que viera, pero solo vi un hombre sano y normal.
Cuando anuncié que me tenía que ir, la señora Morales me acompañó hasta la puerta. Antes de salir, me agarró del brazo y me hundió sus uñas. Ese no es mi esposo, me murmuró. Su angustia, sus ojos llorosos y su mano aferrándome el brazo me conmovieron. La sentí un poco caliente también. Le dije que fuera a mi casa al día siguiente, que iba a intentar ayudarla. Asintió, me soltó del brazo y salí. Era capaz de decirle cualquier cosa solo para salir de ese sitio. Pero no fue ella la que vino al día siguiente. Cuando llegué del trabajo, vi al señor Morales esperándome. No sentí en ese momento ninguna amenaza. Me acerqué a saludarlo. Su mano era suave, transmitía calidez. Me miró a los ojos y no vi nada fuera de lugar. Me dijo que lo disculpara, pero que desde que llegó de la selva, su esposa estaba convencida de que él no es él. Incluso su propia hija lo miraba extraño. Empezó a contarme todo lo que hizo, desde las plantas que investigó hasta las personas que conoció en la travesía. Me habló de un científico que buscaba una enfermedad en los animales y de una fotógrafa que quería la toma perfecta. Se internaron en lo más profundo de la selva, vieron cosas increíbles, desde plantas hasta animales. Mientras más se internaban, más sentían que todo a su alrededor cobraba vida. Parecía como si las plantas quisieran tocarlos. Su narración me pareció increíble. Me contó de una piedra enorme que encontraron cerca de un río. Era tan grande que los sobrepasaba a todos. Estaba caliente y húmeda. El señor Morales narraba la historia como cualquier historia de aventuras. Cuando comenzó a hablar de la piedra, sus ojos brillaron en el recuerdo. Era como si Morales no estuviera ya en mi casa, sino en algún lugar de la selva. Habló de la belleza de esa piedra y de la paz que se sintió al tocarla. Después me miró con una sonrisa y me dijo que hoy le contaría todo a su esposa, para que entendiera. Le dije que estaba bien y estrechamos nuestras manos. La suya estaba un poco pegajosa, pero seguía siendo cálida. Se fue con una sonrisa. Eso sí me pareció raro.
Los días transcurrieron con tranquilidad. No vi mucho a mis vecinos, a excepción de Estela que salió un par de veces para el colegio. Pasaron varias semanas y de repente empecé a enfermarme. No sé cómo, pero primero fue la fiebre y después los temblores. Pensé que había pescado algo en el trabajo, aunque no vi a ninguno de mis compañeros enfermos. Tomé varios medicamentos, luego fui al médico, pero seguía sintiéndome igual. Soporté la extrañeza de una enfermedad de la cual no sabía nada.
Una semana después por fin pude mejorar. Ya no tenía fiebre y los temblores desaparecieron casi por completo. Mi casa se veía más grande y colorida. Me hizo sentir bien. Salí y vi a mis vecinos en el jardín, la señora Morales regaba las plantas y Estela jugaba con una de sus muñecas. Cuando me acerqué, ellos se giraron a verme. Los vi sonriendo, con sus ojos llenos de vida. Tengo que admitir, Helen, que sentí un poco de miedo. Me preguntaron si me sentía bien y les dije que sí. Después, volvieron a sus tareas. No sé cómo explicarlo, pero todo era extraño. Mientras los miraba, comprendí algo que me paralizó. Sentí calor y un hormigueo en el estómago. Recordé que estuve días sin comer y que el recuerdo de la señora Morales agarrándome del brazo se empezaba a disipar de mi mente como agua líquida.
Ellos no son los Morales y me temo que yo tampoco soy yo.
Me alejé y entré en la casa, cerré la puerta con llave y corrí hacia al sótano. Sé que hoy vendrás, así que espero que encuentres antes esta carta y te alejes lo más pronto posible. Te la dejaré en la mesa y volveré al sótano. Por favor, no entres.
Cuento publicado en el libro Los lugares que escondemos.
Written by : yoselingoncalves
¿Te gustó?
Adquiere mi libro en:
Librerías El hombre de la mancha (Panamá) y librerías digitales.
Cómpralo aquí: